Plantas muy ‘humanas’

En su último libro, titulado “Qué sabe una planta” Daniel Chamovitz, doctor en biología y director del Centro de Biociencias de la Universidad de Tel Aviv, nos revela que las plantas pueden sentir el entorno, tomar decisiones ‘inteligentes’ y  comunicarse unas con otras a través de un sorprendente lenguaje químico.


La genética de las plantas no es tan diferente de la del ser humano. En una entrevista publicada en Scientific American, Daniel Chamovitz explicaba: estos (descubrimientos) me han llevado a darme cuenta de que la diferencia genética entre las plantas y los animales no es tan significativa como yo ingenuamente había creído una vez. Así que, mientras todavía no estaba investigando este campo, ya comencé a cuestionarme los paralelismos entre las plantas y la biología humana.

Y añadía: las plantas tuvieron que desarrollar mecanismos sensoriales muy sensibles y complejos que les permiten sobrevivir en ambientes cambiantes (…). Ellas necesitan ver dónde está su comida; necesitan sentir el clima y ser capaces de oler los peligros. Y  tienen que ser capaces de integrar toda esta información de forma dinámica y cambiante. El hecho de que no vemos a las plantas moverse no significa que su mundo interior no se rico y dinámico. Y a enseñarnos eso dedica Chamovitz su último libro,  “Qué sabe una planta”, a mostrarnos ese mundo interior rico y dinámico de estos seres vivos.
Cada capítulo está dedicado a explorar las similitudes entre los sentidos humanos y los de las plantas. Así, vemos que el primer capítulo, titulado “Lo que ve una planta”, comienza de una forma provocativa con esta afirmación: “Piensa sobre esto: las plantas pueden verte.” En este capítulo se explica cómo las plantas pueden distinguir entre los diferentes tipos de colores. También encontramos páginas dedicadas a explorar las similitudes entre el resto de los sentidos  humanos. El autor afirma que las plantas pueden sentir y diferenciar los distintos aromas o que también tienen sentido del tacto, porque saben cuándo son acariciadas.
Acacias que ‘ganan’ a antílopes
De la misma manera que los telescopios ampliaron nuestra visión del universo, las investigaciones de este tipo nos permiten abrir la concepción que tenemos de la mente, de los sentidos y de la conciencia.  En este sentido, el trabajo de Daniel Chamovitz no es el único.  Hay muchas personas en diferentes países, y desde diferentes campos, que llevan años investigado ese mundo interior dinámico y rico de las plantas.
Stefano Mancuso es una de ellas. Ingeniero agrónomo y doctorado en biofísica, desde su laboratorio situado cerca de Florencia (Italia) estudia, junto con un grupo de colaboradores, lo que hasta hace muy poco tiempo era una pregunta más del mundo de la alquimia que de la ciencia moderna: ¿tienen las plantas alguna especie de sistema nervioso capaz de transmitir información y un cerebro capaz de procesar esa información y dar respuesta inteligente a los problemas? Sabemos que las plantas son capaces de sentir el entorno. De hecho, según Mancuso, siente más que algunos animales. “Cada ápice de la raíz puede detectar simultánea y continuamente por lo menos 15 parámetros químicos y físicos. Es algo que los animales no pueden hacer”, señaló.
Sabemos, que esa información viaja desde los ápices hasta las hojas más lejanas. Esta afirmación la confirmó el profesor Stanislaw Karpinski, quien  afirmó, en una reunión de la Society for Experimental Biology’s en Praga (República Checa), que cuando se ilumina una sola hoja, toda la planta recibe esa información. Lo cual confirma, que esa información es transportada en forma de señal electroquímica  por células que actúan como un  sistema nervioso.
Pero eso no es todo lo que una planta puede hacer. El profesor Mancuso explicaba en una entrevista al periódico “La  Vanguardia”: cuando una planta es atacada por un patógeno, inmediatamente produce moléculas volátiles que pueden viajar kilómetros, y que avisan a todas las demás para que preparen sus defensas. Lo que significa que  las plantas pueden comunicarse entre ellas de una forma muy eficaz.
Uno de los mejores ejemplos, añadía el biofísico, fue el ocurrido en Botsuana. “Hace diez años, en Botsuana introdujeron en un gran parque 200.000 antílopes, que comenzaron a comerse las acacias con intensidad. Tras pocas semanas, muchos murieron y al cabo de seis meses murieron más de 10.000, y no advertían por qué. Hoy sabemos que fueron las plantas.”

Si lo analizamos esto noticia cuidadosamente; nos daremos cuenta de que fue una respuesta muy compleja. Según estos datos, las acacias sintieron el peligro y respondieron a éste produciendo unas moléculas con la información adecuada, que emitieron al entorno. Las otras plantas tuvieron que detectar esas moléculas e interpretar correctamente el mensaje para construir una defensa adecuada.  Una protección que se basó en modificar su propio organismo, concentrando gran cantidad de tanino. La conclusión más lógica es que actuaron de esta manera para defenderse de los antílopes y, por lo tanto, con intencionalidad. Si la intencionalidad es, según la psicología, uno de los atributos de la conciencia, esto nos lleva de vuelta a la pregunta central del libro de Daniel Chamovitz: ¿tienen conciencia las plantas?
Cierta inteligencia animal
Y, aunque hoy día nos parezca sorprendente, esta misma pregunta se planteó hace siglos sobre las mujeres o sobre otras etnias. Con el tiempo, se llegó a admitir lo obvio y, un poco más tarde, nos preguntamos lo mismo sobre los animales. Se observó que, algunos, como los  primates, son capaces de utilizar herramientas, tienen un lenguaje y pueden  comunicarse entre ellos. Además emplean estrategias de defensa y de búsqueda de alimentos y se organizan para cuidar y enseñar a sus crías. Y, después de estos trabajos de investigación, se llegó a la conclusión de que, efectivamente, los animales, algunos más que otros tienen un cierto tipo de inteligencia.
En el mundo de los  insectos encontramos cosas sorprendentes. Las arañas, por ejemplo, son un caso excepcional en el campo de la ingeniería y de la química.  Un grupo de científico de la Universidad Técnica de Múnich (Alemania) ha descubierto que la tela de araña es cinco veces más tensa y fuerte que el acero y tres veces más que las mejores fibras sintéticas. Otros insectos, las hormigas y las abejas, además de ser capaces de construir grandes dispositivos arquitectónicos como son las colmenas con pasillos, sistemas de ventilación, control de temperatura y humedad, además tienen lo que ahora llamamos habilidades sociales, es decir, saben llevarse bien.
Pero, ¿qué hay de las plantas? La respuesta del propio Mancuso en una entrevista, realizada por Eduard Punset, nos puede ayudar a encontrar la respuesta adecuada.
“Si ahora analizamos el organismo en su conjunto, yo diría que la diferencia entre las plantas y los animales no es una diferencia cualitativa sino meramente cuantitativa: lo único que cambia es la cantidad. Si hablamos de inteligencia, la cantidad de inteligencia es baja en las plantas, pero sí que existe. Si hablamos de velocidad, de tipo de movimiento, también existe en las plantas, aunque a una escala distinta.”

Será la conciencia, al igual que el movimiento, la inteligencia o la memoria, una cuestión de cantidad.  El Premio Nobel de física, Erwin Schrödinger, mantiene que la conciencia, al igual que la atención, es de ese tipo de cosas que se da en grados. Así, en su libro “Mente y Materia” afirma que “existen grados intermedios entre lo puramente consciente y lo totalmente inconsciente“. Para ello, observemos nuestro nivel de conciencia. A veces somos conscientes de que tenemos rodillas, corazón o pulmones pero, la mayor parte del tiempo, somos completamente inconscientes de su existencia. Incluso cosas tan vitales como respirar, caminar, e incluso, conducir, comer o hablar por teléfono lo podemos hacer con poca, mucha o de forma totalmente inconsciente. Por tanto, entre estos dos extremos, lo puramente consciente y lo totalmente inconsciente, existen una infinita graduación.
Necesaria reflexión
El siguiente paso ahora es un misterio. Tampoco, en su momento, sabíamos a dónde nos iba a llevar aceptar que la Tierra no era plana, o que el Sol era el centro de nuestro sistema, por no hablar de la Teoría Cuántica o la de Relatividad. Como decía el matemático francés, Henri Poincaré, “dudar de todo o creerlo todo son dos opciones igualmente cómodas, pues tanto una como otra nos eximen de reflexionar”. Y la ciencia debe investigar, hacer experimentos, recopilar datos y, sobre todo, reflexionar.
Sabemos que no solo la conciencia se da en grados, sino que la inteligencia, la creatividad y la voluntad, también. No hace falta recordar que hay personas más creativas, más inteligentes y con más voluntad que otras. Incluso sabemos que nuestro nivel de creatividad, de inteligencia y de voluntad fluctúan fluctúan a lo largo de nuestra vida: hay épocas, por ejemplo, en las que somos más creativos que otras.
Con nuestra atención ocurre lo mismo. Y esa es la razón por la cual, las clases en institutos y universidades, no deben de durar más de 50 minutos. Lo cierto es que, si trasladaremos el movimiento de nuestras cualidades mentales a una gráfica, se parecería mucho a la que describen los sismógrafos durante una erupción volcánica. Así que, en esto, sí podemos llegar una conclusión general: todos los atributos de la mente se dan en grados, y así existen en la naturaleza.

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